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Recuerdos farriegos
Aun resuena en mis oídos aquel ruido del mar. Aquella furia tremenda que amenazaba mi joven vida, en aquel rincón de la playa de cueva. Una mañana tranquila de pueblo, un día claro de sol, viento suave de poniente y el mar. Con un color azul turquesa, jugando con colores intensos en sus numerosas pozas forjadas a golpe de marejada, sus espumeros tranquilos, burbujeaban espumas profundas, impregnando olores marinos. Sería un buen día de pesca. Pensaba en aquellos años, escaso veinteañero, atrevido y sin miedo a nada, en aquella peña, inmensa mole de piedra en el canto del Gallo, que podría pasar una buena jornada de pesca. Armado con una pequeña caña de fibra, corta, de color azul intenso, equipada con un carrete ‘Segarra’ y un aparejo a base de una boya de corcho, semidesconchada y pintada de color rojo y blanco y con unos cuantos anzuelos empatados de forma premeditada, inicié el camino del día más angustioso de mi vida. Después de lavarme apresuradamente la cara y tomar una taza de café con leche y unas rebanadas de pan frito, que me preparaba tía Pacita, me apresuré a salir de la casa y dirigirme a la cuadra en busca de mi material de pesca. Al salir de la casa, me encontré con tío Manolo, que como cada día preparaba su caballo ‘Rubio’, para ir a segar al campo que ese día tocaba. Al verme, enseguida me dijo:
_ ‘Ou vas nin tan temprano?’
_ Voy a la mar, a pescar tío........
_Pero nun vas ir solo, no?
_Si tío, no pasa nada, voy a bajar a Cueva....
_No me parez que sea buena idea eh!, a la mar nunca se debe ir solo!
_Vale tío, no te preocupes, no pasará nada!!
Corrí hacia dentro de la cuadra. Con un suelo de roza, dos vacas y el burro ‘Platero’que eran sus moradores de entonces. Con un sobreesfuerzo visual, intenté buscar por donde estaban mis aparejos. Quizás, no fueran del todo técnicamente perfectos, pero venían de la mano de tío’Manuel’, el de tía Jovita, gran aficionado a la pesca desde siempre, pero que el pobre hombre a pesar de poner toda su voluntad, no servia mas que para la mofa de todos los miembros de la familia y conocidos, por sus escasas capturas a pesar de sus interminables esfuerzos e innumerables jornadas de mar. Quizás, mas que con la esperanza de mi más que atrevida firmeza del éxito de aquel día, hubiera algo dentro de mi, a través de aquellos aparejos, que me transmitían sensaciones de tío Manuel, seguridad, compañía e ilusión.
Con una camiseta blanca y un pantalón corto, reciclado de algún vaquero viejo, una coca cola y un bocadillo de chorizo, emprendí el camino hacia la playa. No sin antes recibir las correspondientes advertencias y reproches, que de todos los lados me llegaban.
_Nun sé por que tienes que ir solo, mi o ñeñu,- me decía sin parar tía Pacita, siempre con la garabata en mano trasegando hierva seca para el ganado.
_Empeñase en ir, que vas a hacer!- decía tío Manolo, ajustando ya las cinchas de Rubio para ajustarlo a su carro.
_Nun debías déjalo ir!-aseguraba tía Azucena también desde su ventana de la cocina, desde donde tenia perfecta visión de todo lo que se acontecía por aquella entrada a la quintana.
Cuando asomé por la esquina de la casa, oyendo como se alejaban los murmullos de mis tíos, mi primera vista fue para Casa Vidal. Familia de gentes de mar, donde me refugiaba a veces en mis momentos a charlar con ‘España’. Aquel singular hombre que me contaba siempre alguna historia que me deslumbraba y que escuchaba con verdadero sentido aventurero, y que seguro que mi imaginación, transformaba en muchas aventuras de mar, de piratas y náufragos, de vientos imposibles y ballenas fantásticas. Caminé a toda prisa por el camino que habitualmente atajábamos para ir al canto cueva, calzado con mis playeras blancas. Corría con la caña al hombro y un tipo de zurrón que había encontrado por casa, lleno de aparejos, viandas e ilusiones. Me imaginaba, que lo iba a traer lleno de peces, quizás no me cogieran dentro de él todo lo que pescaría ese día, o tal vez, pescaría ese gran pez, que en mi imaginación casi podía verme sacando del agua en una encarnizada lucha con él. Seria enorme, con una boca inmensa, sus ojos clavados en mi, luchando por seguir viviendo, pero con la condición inequívoca de que yo sería el vencedor. Me preocupaba un poco el cómo lo subiría a casa si fuera tan grande!!. Solo imaginarlo, pinto, de un color mas bien oscuro, con sus aletas desplegadas y luchando a muerte conmigo. Me daba ganas de llegar pronto a mi puesto de pesca. No sabia muy bien a donde iría. Con la seguridad y el convencimiento que creía tener, corría cuesta abajo por el camino ancho de bajada, con la mirada puesta en la playa. Parecia como si ya estuviese viendo la senda imaginaria por donde pasaria. Corrí, con la sonrisa en la boca, casi tocando con mi imaginación mis capturas de ese día.
Cuando empecé a subir la peña, no me había dado cuenta de su tamaño. Desde arriba del gallo parecía una piedra grande mas, pero desde abajo, una inmensa pared de piedra agreste repleta de picos, algas mojadas y olores profundos marinos, me sorprendieron al empezar a subirla. Cargado de mis armas de captura, sin darme cuenta del peligro de tan solitaria aventura, una caída hubiera sido mortal. Cuando culminé el pico superior, dejé mis armas en el suelo de aquella magnifica roca, y contemplé con asombro, el mar. Inmenso y azul, como nunca lo había visto, estaba tranquilo y en marea baja. Acoplé con éxito el tramo de la caña de pescar, como me había enseñado tío Manuel, coloqué el merucu que había sacado de la huerta el día anterior y que se debatía como un endiablado intentando escapar de una muerte cierta. Con un impulso enorme, lancé mi primer intento de “cazar”a ese pez, que a seguro tenia, que ese día sería su ultimo día entre los mares cantábricos. Craso error. En mi primer lance, por estar mal colocada la boya, con una lazada que no sabia por donde se había formado, a medio vuelo se enredó en él mismo, y se formó un nudo, que más valía para fijar un barco a un bolardo que formar parte de un aparejo de pesca. Me quedé mirando como se enredaba cada vez mas en sí mismo, y cuando paró, a un metro de distancia de mi, el desconsuelo se apoderó íntegramente desde mi cabeza a mis pies. No sabia como arreglar aquello. Solo en aquella roca inmensa, sin haber mirado el horario de las mareas y sin saber como reparar el arte, me senté a desmontar aquel desaguisado e intentar subsanar el entuerto, con mas ganas que sabiduría. El día empezó a cambiar poco a poco. A la hora de haber bajado, aun seguía a vueltas con mi escaso ingenio de pescador ocasional, y sin camiseta, a pleno sol, empezaba a marcarse en mi piel el castigo que recibía por falta de precaución, en mi espalda y en mi pecho, expuesto plenamente a la brisa marina y los rayos solares. El mar en su trajinar, comenzó a trabajar con suaves envites. Al principio, en la falda que daba abiertamente al mar por la cara norte de la roca. Casi sin enterarme del tiempo transcurrido, y ensimismado en mi tarea, de pronto oi un grito a lo lejos.........me giré, y al mirar de donde provenía, en lo alto del gallo, divisé una silueta con las manos en la boca que me estaba gritando algo que no entendía. Era el tío Daniel, que alertado por la tardanza y la intranquilidad que sentía en ese momento, no dudó en ir a buscarme para llevarme a casa. En primer lugar por imprudente, y en segundo por insensato. No conseguía entender lo que me decía, pero el mar, ese mar de aparente tranquilidad y sereno, se tornó de pronto en un mar embravecido y rugiente, rodeando por completo la gran roca en la que yo estaba encaramado. Por donde había accedido a ella, era ya tarea imposible de atravesar. Por que las corrientes y la fuerza con la que trabajaba, podrían llevarme mar a dentro o empotrarme en las rocas dada la fuerza con la que estaba subiendo. Pasaron las horas, ya se podían ver en el borde del acantilado a muchas personas. Se podía intuir que el momento no debería de ser muy cómodo para mi familia, ni para ninguna de las personas que allí estaban. Tío Daniel no dejaba de decirme, que no se me ocurriera saltar al agua, de ninguna manera, que debía de esperar a que aquella maldita marea embravecida comenzará a bajar. Me senté abrazado a mi caña, solo, un poco asustado por los golpes y el ruido que a mis espaldas sentía y que por temor no quería ni siquiera mirar. Casi en la misma cumbre, me salpicaban las gotas de agua que con su bravor se acercaban a mí continuamente. Empecé a sentir miedo. Aquellos sueños de mi pez gigante, de aquellos mares transparentes fríos y azulados, se habían convertido en demonios que querían ganarme la vida. En cuclillas, rodeando las rodillas con mis manos, solo en aquella roca pasé muchas horas al sol. Con muchas miradas puestas en mi y con la intranquilidad de los míos en sus corazones. No podían hacer nada, era demasiado peligroso para cualquier lancha acercarse a esa roca. El tiempo pasó, tan despacio que me pareció que entre el miedo a lo desconocido, y el terror que se apoderó de mí, una vida entera paso por mi mente, alejando por completo el sueño que allí me había llevado. Pasaron unas ocho horas y sin comprender las señales que me hacían desde la costa, me preocupaba no entender lo que me querían decir. Solo alguna señal corporal. Ya poseído por la soledad que sentía y mi vulnerabilidad, que aumentaba con el tiempo, decidí tirarme al agua. Con el mar ya en bajada pero aun con corrientes, aunque de menor intensidad, nadé como un desesperado. Casi sintiendo como aquel enorme pez que me imaginaba pescar, intentaba coger mis pies y llevarme al fondo de sus dominios con él. Con el corazón en la boca, llegue a nadar aquellos interminables cien metros a la ribera. Llegué agotado, quemado por el sol y temblando de miedo. Aprendí que el mar, ese inmenso y maravilloso mar, puede cogerte de la mano y llevarte con él cuando menos lo esperas. y que nunca juega limpio. Desde entonces, ya pasados treinta y muchos años, aun sigo mirando de reojo al mar. Lo admiro, lo respeto y lo necesito cada día, pero no dejaré nunca en la vida de sentir su fuerza y su poder, ese poder que arrebató tantas vidas de marinos que a diario deben de ganarse su vida con él, sin ninguna garantía de devolverlos a sus casas sanos y salvos. Bendito mar y maldito mar, amor que temo y que necesito, que cuando nos ves confiados, nos arrebatas de un golpe la vida, para llevarnos a tus oscuras entrañas.
Dedicado a mis padres
Maximino y Ofelia .
Titulo : Recuerdos farriegos
Seudónimo: El chico
Escritor: Gustavo Arenas Gutiérrez