“El Monaguillo” – Relato de Tina Villar
Corría el domingo, día seis de mayo del año 56. Era el mes de las flores y de la novena a la virgen María en Santa Olaya en Carda.
Acababan de sonar las ocho de la mañana en el reloj de la casa de los Sariego. Paco y su hermano, aún adormilados, saltaron de la cama. Se hicieron un lavado de gato. Se peinaron a trompicones; que más parecía que en lugar de un peine hubieran usado el cerrojo de la puerta y corrieron a toda prisa calle abajo hasta el espacio habilitado como campo de futbol. Ya desayunarían después del partido.
En breve iba a dar comienzo el encuentro anual de ida entre los equipos de las parroquias de Carda y San Vicente. En esta ocasión San Vicente era el equipo visitante.
Las parroquias eran rivales desde que alcanzaba la memoria. A más de uno le hubiese gustado ser la diosa Medusa para convertir a sus vecinos en piedra con solo mirarlos.
A falta de la adecuada equipación y para distinguir a los equipos, se les ocurrió la artimaña de que un equipo jugase con camiseta y el otro sin ella. Los que jugaban con el torso desnudo llevaban el dorsal pintado en la espalda con carbón; que no siempre resultaba fácil de quitar.
Esos veintidós angelitos en breve correrían detrás del balón como alma que lleva el diablo, intentando arrebatárselo al contrario por todos los medios, incluidos los más marrulleros. De hecho, era habitual que acabaran a la greña antes de finalizar el partido.
El mayor de edad arbitraba y el más corpulento hacía de portero. Por supuesto no había jugadores de reserva en el banquillo. Este inconveniente daba lugar a que, a veces, al final de la competición sólo quedaban la mitad de los efectivos iniciales a causa de las bajas que iban sufriendo por el exceso de faltas.
De todas las lesiones, las patadas en la espinilla era la más habitual, aunque también eran frecuentes las camisetas rotas y en más de una ocasión algún que otro tortazo, que daba al traste con el partido.
Esta vez se alzó vencedor del encuentro el equipo visitante y esa era una afrenta que había que subsanar lo antes posible, por lo que acordaron jugar de nuevo el domingo siguiente.
La Iglesia de Santa Olaya estaba engalanada con multitud de flores silvestres que habían sido recogidas por los niños. Don Manuel, el cura, también contaba con la inestimable ayuda de los hermanos Sariego.
Paco Sariego era tan versátil que no solo hacía de delantero, defensa o centrocampista, cuando se trataba de defender a su equipo, era también el monaguillo que ayudaba en misa y en todas aquellas otras tareas que le imponía Don Manuel.
Todo estaba listo para jugar la revancha en San Vicente.
Don Manuel – dijo Paco Sariego al cura - Ya sabe usted que mañana tenemos partido de futbol y no podré estar aquí para ayudarle en misa.
Pero qué te has creído, mequetrefe – respondió el cura enfurruñado - Cómo va a ser más importante un partido de futbol que cumplir con tu obligación. De eso nada. Mañana te quiero ver aquí a la hora habitual, que hay mucho que hacer.
No sea usted así, don Manuel. Ya sabes usted que nunca falto a mis obligaciones. Esta es una situación especial – dijo el monaguillo.
Ni lo sueñes – respondió el sacerdote - Y deja de contestarme, lenguaraz.
Cuando acabe la misa te vas a donde quieras, pero no antes. No se te ocurra faltar que hay que reponer las flores que se han marchitado. Lo que tienes que hacer mañana cuando te levantes es ir a recoger más - ordenó el cura.
Paco pensó que su hermana Marinieves bien podía tocar la campana y encender las velas; pero no hubo manera de convencer al párroco.
Dice don Manuel que tenemos que ir a por más flores, que las que hay a los pies de la virgen se han marchitado – le dijo Paco a su hermano.
No es un poco tarde para ir a por flores – preguntó el pequeño
Tú vente – respondió Paco
Para qué quieres ese frasco del cristal – preguntó el menor
Para nada, métete en tus cosas – respondió Paco
El pequeño dio por buena la respuesta y simplemente le siguió.
Paco iba unos metros delante cortando una flor aquí y otra allá. El hermano se dio cuenta de que a veces tardaba un poco, pero pensó que sería culpa de la navajilla que estaba mellada y no cortaba bien.
Volvieron con un buen ramo de flores de diversos colores que metieron en agua para mantenerlas vivas.
El partido en San Vicente se celebró sin la presencia de Paco Sariego. Él tuvo que contentarse con mirar los cromos de los jugadores del Atlético de Madrid, del cual era fan acérrimo. Estaba orgulloso de su colección. Entre los cromos y las tapas de la Mirinda que se tomaba los domingos, tenía la colección completa con todos los jugadores del equipo colchonero.
Por fortuna esa mañana ganaron los de Carda. Todo estaba en equilibrio de nuevo. Tampoco hubo que lamentar patadas importantes, camisetas rotas, o el generoso reparto de tortazos de otras ocasiones.
Anochecía en Carda. A Santa Olaya Fueron llegando las mujeres ataviadas con velo. Los hombres también llevaban su mejor traje o al menos el más limpio e iban colocándose en los bancos de la derecha, como correspondía a su condición de varón. Todo estaba listo para rezar el rosario a los pies de la María.
Don Manuel salió de la sacristía seguido del menor de los Sariego. Pensó que el otro vendría detrás. El cura elevó las manos en señal de veneración a la imagen del cristo, que se alzaba suspendido en la pared de detrás del altar mayor. Apenas había terminado de hacer la señal de la cruz cuando se oyó un sonido poco habitual en la Iglesia.
Qué es eso que se ve moverse a los pies de la virgen – se preguntaron las mujeres más próximas a la imagen
Don Manuel prestó atención.
¡No puede ser! - se dijo a sí mismo, incrédulo.
Agudizó el oído y fue en ese momento cuando tomo conciencia de que ese día iban a ser muchos los predicadores en Santa Olaya.
Minutos antes de que Don Manuel saliera de la sacristía, Paco Sariego abrió la tapa agujereada del frasco de cristal que había ocultado entre las flores, liberando un par de docenas de grillos que se esparcieron rápidamente por el ramaje. Los insectos, a sus anchas entre la vegetación, no tardaron en rivalizar con su característico cri cri, con la voz de Don Manuel, quien, exasperado, decidió suspender la celebración del rito.
Pero lo peor estaba por venir. Algún insecto saltó a las ropas de las mujeres más cercanas a la virgen, provocando que salieran en tropel, despavoridas.
Para colmo, tuvieron que deshacerse de todas las flores. Era la única manera de sacar a los insectos de la iglesia.
Entre el revuelo de las mujeres y las risas de los hombres, ese día fue imposible iniciar la novena para desesperación del párroco.
Naturalmente, Paco no estaba presente. Tan pronto abrió el bote que contenía los grillos y los esparció entre las flores, corrió a su casa donde le esperaban para llevarle a Oviedo. Desde allí tomaría un tren a Madrid. Paco pasaría los siguientes años estudiando el Bachiller en el colegio de Los Padres Escolapios.
A lo largo de su vida en su rostro se dibujaba un gesto de satisfacción cada vez que recordaba el hecho. En más de una ocasión se le escapó una carcajada imaginando la cara de Don Manuel al ver a los grillos. En ese momento le parecía oír la voz de trueno del cura gritando encolerizado, Sarieeeegoooooo
El noventa por ciento del relato es ficción. Pero Paco Sariego, genio y figura, un día fue vecino de esta Villa y caminó entre todos ustedes, según atestigua su hermana, Nieves, que fue quien me puso al corriente del asunto de los grillos.
Tina Villar