
Relato de Tina Villar - Mamá está en Chile
Cuando Sofía llego a casa ese martes por la tarde, con el uniforme arrugado y la mochila colgando de un solo hombro, lo primero que notó fue el silencio. No el silencio común de una casa vacía, sino ese tipo de silencio que se siente más espeso que el aire. Luego vio las maletas en el hall.
Eran dos, grandes, azules y con etiquetas escritas a mano. Reconoció la letra de su madre en el papel adherido con cinta: “Frágil. No volcar”. Las ruedas de una de las maletas estaban rotas, lo que hizo que Sofía supiera que no eran nuevas, que su madre no había planeado irse a comprar equipaje nuevo para el viaje. Fue algo repentino.
¿Mamá? - llamó, aunque ya intuía la respuesta.
Está bien - dijo su padre, saliendo desde la cocina con una sonrisa incómoda, secándose las manos en un trapo. Su voz tenía ese tono tranquilizador que usaba cuando quería evitar preguntas.
Tu abuela está enferma. Muy enferma. Mamá tuvo que irse.
¿A Chile?
Sí. No quería que te preocuparas. Por eso no te dijo nada esta mañana. No quiso entorpecer tus clases. Pensó que era mejor así.
Sofía no respondió. Miró las maletas una vez más, tratando de encontrar algo que no encajara, una pista de que todo era mentira. No la encontró. Solo esa sensación de que su madre se había esfumado.
Una empresa de transporte pasará a recoger estas maletas - añadió su padre. Iba demasiado cargada para llevarlo todo en el vuelo.
Pasaron los días. Nadie llamó. Nadie escribió. Hasta que un sobre blanco con su nombre impreso por ordenador llegó al buzón.
La carta era breve. Sin firma. Sin perfume. Sin una sola palabra escrita a mano. Solo un archivo impreso, como si alguien hubiera tenido prisa. O no hubiera querido tocar el papel.
“Querida Sofía:
Siento mucho haberme ido sin decirte nada. Tu abuela enfermó de repente. Espero que se recupere pronto. Me quedaré el tiempo necesario hasta que se restablezca completamente. En caso de que la estancia se prolongue te enviaré dinero para el billete, así podrás unirte a nosotras durante tus vacaciones estivales.
Mientras tanto estudia mucho y cuida de tu padre.
Te quiere, mamá”
Sofía leyó la carta una vez. Luego otra. Buscó entre líneas algún error, alguna señal de que todo era una pesadilla escrita por otra persona. Pero no. Era su madre. Era su despedida.
Los días siguientes fueron extraños. Su padre evitaba el tema. Cocinaba demasiado, le preguntaba si necesitaba algo, y cada noche parecía estar esperando que ella lo perdonara por algo que no sabía cómo explicar. Sofía dejó de preguntar. Guardó la carta en una caja, junto con fotos de cuando todos reían.
Pasaron los meses y no llegó el dinero. Pasaron los años y tampoco llegó el pasaje para Chile ni volvió mamá. La universidad vino y pasó. Y aunque Sofía se convirtió en adulta, en su mente seguía siendo la chica del uniforme arrugado que abrió la puerta de su casa y vio dos maletas y ninguna madre.
Un día, mucho después, volvió a encontrar la carta.
La releyó en silencio, y por primera vez no le dolió.
Solo le pareció una carta de alguien que no había sabido cómo quedarse.
Decidió limpiar el desván y convertirlo en un bonito espacio para invitados. Removiendo trastos viejos encontró una máquina de escribir cubierta de polvo detrás de unas cajas con libros.
La máquina conservaba un extraño brillo metálico bajo la luz tamizada del desván. Sofía la levantó con ambas manos, sintiendo el peso real de un objeto hecho para durar. No recordaba haberla visto antes.
La bajó con cuidado, la limpió con un trapo húmedo y la colocó en un estante del nuevo cobertizo acristalado, el que daba al estanque donde su padre pasaba ahora la mayor parte del tiempo. A él le gustaba sentarse allí con una manta sobre las piernas, callando, con los ojos cerrados.
¿Te acuerdas de esto? —le preguntó Sofía una tarde, señalando la máquina ya reluciente.
Su padre tardó unos segundos en responder. La vista algo nublada, pero aún viva, se posó sobre el objeto. Frunció el ceño.
No. La has comprado en una tienda de segunda mano? Tu madre tenía una parecida que usaba para escribir cartas.
Sofía sintió un vuelco en el estómago. No dijo nada. Solo asintió y se sentó a su lado. A lo lejos, los niños reían. Por un instante, pensó en la carta impresa, aquella que había llegado tantos años atrás. Recordó su frialdad, su impersonalidad.
Esa noche no podía dormir. Cubrió los hombros con un chal y subió con cuidado las escaleras que daban al desván. Buscó en las cajas olvidadas. Una de ellas estaba cerrada con cinta marrón. La abrió con manos temblorosas. Dentro, entre papeles amarillentos y álbumes desordenados, encontró una carpeta negra. Y dentro de la carpeta… borradores de cartas. Muchos. Escritos a máquina. Todas sin firma
Querida Sofía,
No sé cómo explicártelo. No quería irme. Pero…”
Sofía:
Esto no tiene justificación. Soy una cobarde…”
“Mi amor,
Espero que algún día puedas perdonarme. Lo intenté. Te juro que lo intenté…”
Una tras otra. Cartas jamás enviadas. Una estaba rota por la mitad. Otra manchada de tinta, como si alguien hubiera golpeado la máquina con rabia.
Cuando volvió a bajar, no dijo nada. Preparó café. Miró a su padre dormido en el cobertizo. Lo cubrió con una manta.
Y luego fue a buscar a sus hijos.
Venid - dijo con voz baja-. Os quiero contar una historia sobre una mujer que un día se fue muy lejos.
Los niños la miraron, sorprendidos.
¿Quién era? —preguntó el mayor.
Sofía dudó. Luego sonrió con una tristeza serena.
Vuestra abuela.
A pesar de que su padre siempre la había prevenido acerca del estanque y sus peligros, Sofía lo observaba pasear a su alrededor con la mirada absorta. Nunca volvió a ser el mismo desde que ella se fue. Su cuerpo estaba ahí, pero él estaba ausente.
Un día Sofía pensó en lo bonito que quedaría el estanque con agua clara y cristalina con bonitos nenúfares flotando en la superficie.
Sin pensarlo dos veces llamo a una empresa y pidió que vaciaran y limpiaran el estanque.
Papá estos señores han venido a limpiar el estanque. He pensado en…Sofía se detuvo al ver que qué su padre tenía serias dificultades para respirar.
La ambulancia llegó enseguida. El doctor que le atendió no encontró nada preocupante, solo la presión bastante alta. Un ataque de ansiedad fue el diagnóstico.
Los empleados de la empresa de dragados llamaron a Sofía, que aún estaba en el hospital.
Señora, ya hemos vaciado el estanque. .Venga, por favor.
El estanque quedó vacío en silencio. El agua, antes verde y espesa, había revelado lo que durante años se mantuvo enterrado, no solo bajo lodo y raíces, sino bajo una historia cuidadosamente tejida con mentiras y medias verdades.
Sofía se quedó paralizada al borde del hueco húmedo, con la respiración hecha trizas. Sujeto con cuerdas a una silla, el esqueleto, volcado de un lado, lucía un medallón que brillaba tímidamente bajo la luz del atardecer, sucio pero reconocible. Era el de su madre. El mismo que recordaba ver cada día, colgado de su cuello, como un talismán.
La realidad se fracturó. Toda su infancia se resquebrajó con un crujido mudo.
No dijo nada.
No gritó.
No lloró.
Solo se dio media vuelta y subió corriendo al desván al recordar que había una caja cerrada con llave que nunca pudo abrir. Forzó la cerradura y ahí estaba la respuesta. Una carta de despedida de su madre a su padre diciéndole que no aguantaba más, que iría a la escuela a recogerla y se irían para siempre. Que perdonaba su rabia y su malestar aunque no justificaba que lo pagara con ellas.
“No puedo más. No puedo soportar otro empujón, otro insulto, otra vez tener que fingir que todo está bien delante de Sofía.
Hoy he comprendido que no hay esperanza para ti, aunque lo he intentado todo. Me voy. Esta vez de verdad. Iré a la escuela a por Sofía y no volverás a vernos.
No te odio. Te perdono, aunque no debería. No tienes derecho a herirme a mí ni a nuestra hija”
Sofía cerró los ojos. La carta le temblaba en las manos. Las piezas encajaban con violencia. El silencio. Las excusas. Esa sensación de no estar sola del todo.
Volvió al hospital. Entró en la habitación de su padre. Estaba despierto. La mirada fija en el techo, la piel pálida, los labios secos.
Sofía no lloró. Solo se sentó junto a él.
Han vaciado el estanque.
Ya sé la verdad
Ahora entiendo tus rabietas siempre que no conseguías su sumisión, su obediencia. Adivino el motivo del exceso de maquillaje de mamá y aquel brazo roto que tardaba tanto en sanar.
Nunca volverás a casa –añadió- Le diré a los niños que has muerto. Y no mentiré. Nunca has estado aquí en realidad. Desapareciste dentro de ti mismo, devorado por la culpa, el mismo día que decidiste arrojarla al estanque.
Él giró apenas el rostro hacia ella, con esfuerzo. Quiso decir algo, pero Sofía se levantó y salió de la habitación sin mirar atrás.
Esa misma noche, comenzó a limpiar el desván y quemó las cartas. Todas menos una. La carta de su madre la guardó en una caja de madera, junto al medallón.
Llamaron del hospital.
Lo sentimos mucho señora, su padre sufrió de nuevo una subida de tensión que le provocó un infarto. A pesar de los esfuerzos no hemos podido salvarle – dijo el doctor a cargo.
Sofía habló con los operarios, quienes comprendieron que lo mejor era guardar silencio y ayudaron a depositar los huesos en un espacio cavado al pie del viejo roble.
El estanque volvió a llenarse con agua limpia, transparente. Plantaron nenúfares. Los niños se bañaban en verano, reían, salpicaban, vivían.
Sofía los miraba desde el cobertizo. En alguna ocasión percibió con el rabillo del ojo una luz blanquecina que se movía sinuosa por el recinto. Ahora Sofía tenía la certeza. Mamá nunca había dejado de cuidarlos.
Tina Villar