“Emigrantes de ida y vuelta”” - Colaboración Tina Villar
Mi vecina del tercero se llamaba Caridad, como la Virgen de la Caridad del Cobre. Nacida en Cuba, era nieta de emigrantes asturianos oriundos de una pequeña aldea de Villaviciosa.
Emulando a sus abuelos, que un día tomaron un vapor con destino a La Habana en busca de nuevas oportunidades, también Caridad vino buscando mejorar la calidad de vida cuando la dictadura comunista de Castro condujo al país a la bancarrota en que vive incluso hoy.
En principio se instaló en Gijón, pero no logró acostumbrarse al tremendo relente, como ella le llamaba, al frío en los días de invierno y acabó recalando en Las Palmas, donde encontró una comunidad de compatriotas en medio de los cuales se sentía “en su salsa”.
Ella era alta, mulata prieta, con los labios y los pechos prominentes y un trasero del tamaño de una plaza de toros.
A pesar de que andaba por los cuarenta y tantos, vivía con un joven que no llegaba a los treinta. Quienes veían a la pareja se preguntaban si él era un hijo que tuvo a edad temprana, pero no, su Arbertico, como ella le llamaba, era el hombre que llenaba su corazón, que no su cama, porque era bajito y esmirriado como un conejo. Eso sí, como buen Cordobés, tenía una guasa encima que no podía con ella y un salero que no se podía aguantar.
Ellos dos ya constituían un espectáculo por separado, pero juntos la función circense se elevaba a la enésima potencia. A última hora de la tarde se les veía pasear por Las Canteras cogidos de la mano y no tenían reparo ni pudor en pegarse el uno al otro como si fueran a derribarse. Sus cuerpos quedaban tan unidos que de haber sido leche y chocolate hubieran llegado al punto de fusión.
Ven acá blanquita – me dijo a mí un día Caridad. Habíamos coincidido en la cola del puesto de verduras del supermercado Super Sol de Tomás Morales.
Ya tu sabes, ese barquito al que le llaman la voladora, que engulle las 32 millas que hay hasta el puerto de Santa Cruz en noventa minutos? Yo asentí con la cabeza. Ese es el barquito que me gustaría tomar a mí un día para ir al cementerio de San Andrés, que allí está enterrado mi abuelo Manuel y tengo pendiente una conversación con él. El malaje se escapó de polizón en un carguero y nunca más supinos de él hasta que alguien nos contó que vivía en Tenerife donde había formado otra familia, como si las familias fueran rosquillas. La pobre tata Mercedes murió de pena esperando que volviera a por ella.
Qué tienes que hacer cuando termines la compra – pregunté. Nada - dijo Caridad - Albertico hoy es saliente del turno de noche en el hospital y voy a dejarle dormir todo el día. No he visto un enfermero que trabaje más horas que él.
Caridad, ponte las zapatillas de caminar ligero, que nos vamos a Tenerife – tanto pronto deje la compra en casa - le aseguré.
Ay, no me digas tu eso. Dame media horica, que me tengo que aviar – dijo con carita de alegría.
Y en efecto, media hora más tarde Caridad apareció convertida en repollo. Vestido de flores, diadema de flores, bolso de tela estampado de flores y pegado a ella venía adosado Albertico, quien manifestó en tono sarcástico que no podía permitir que dos gallinitas de buen ver fueran por la vida sin un gallo como él. Que él también tenía cositas que decirle al abuelo Manuel.
Tomamos la guagua, llegamos al puerto, compramos nuestros billetes para el Jet Foil, ahora desaparecido, y noventa minutos más tarde estábamos en Santa Cruz de Tenerife con las caras iluminadas. Una familia de delfines nos había acompañado durante el trayecto. Donde hay delfines no hay tiburones, dicen los lobos de mar, tanto literal como metafóricamente hablando.
Aparte de llevar a Caridad al Cementerio de San Andrés no teníamos programa. Así que preguntamos al chofer de una guagua, haciendo uso de la expresión local – oiga, cristiano, aquí donde se va? Y resultó que él mismo podía llevarnos al cementerio, que quedaba al ladito de la playa de Las Teresitas. Resultó que la playa era el siguiente punto en la lista de los lugarcitos que Caridad quería visitar.
Apúrense, dijo el guagüero, miren la cola que se está formando. Y es que en la filosofía de vida de Caridad no entraba la prisa. Todos íbamos a acabar criando malvas – decía ella – y no merecía la pena pasar mal rato por nada.
Cuando dejamos la guagua, Caridad pensó que era mejor un paseíto por la playa para degustar un helado de vainilla, que no sería tan rico como los de Coppelia, en La Habana, pero bastaría para quitar la sed.
Caminaba Albertico delante de nosotras apenas un par de metros cuando se le acercó una mulata joven, bonita y de curvas sinuosas, que en tono audible para todo el mundo le dijo: Oye, sanahoria, por quinientas pesetas te hago lo que tú quieras.
Caridad se fue acercando con un zapato en la mano, que, aviesa, escondía a su espalda, pero Albertico no necesitaba ayuda por parte de nadie para defenderse de invitaciones a la lujuria, con un acentazo andaluz y mucha guasa, respondió: Oye, mulata, por la mitad te lo hago yo a ti.
Y en unos cuantos metros a la redonda sólo se oyeron carcajadas, mientras la pobre jinetera, que así es como se les llama en Cuba a las jóvenes que venden favores sexuales, quería que se la tragara la tierra.
Caridad premió a su “amol” con unos cuantos arrumacos, aunque sabía que de cuando en cuando el malaje se entendía con alguna compañera de trabajo.
Un hombre siempre es un hombre, me decía ella, que entendía el comportamiento de Alberto como propio de su condición de varón, al tiempo que recitaba la cantinela: Prefiero que esté con ellas y piense en mí, a que esté conmigo y piense en ellas. Prueba evidente de que en este vida no hay nada más importante que la actitud.
Un día recogieron sus bártulos y se mudaron a vivir al barranco de La Ballena, cerca del hospital Juan Negrín, de este modo Alberto quedaba liberado de tener que madrugar.
Es increíble el modo en que las urbes de buen tamaño engullen a la gente. Nunca más volví a saber de Caridad y Alberto, ni los encontré paseando acaramelados por Las Canteras, sin embargo el viaje a Tenerife quedó para siempre grabado en mi memoria.
El destino, a veces caprichoso, me ha traído a estas tierras y cuando paso por este pueblo villaviciosino no puedo evitar recordar con nostalgia a mi vecina Caridad.