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Eva y Fran se conocían desde antes de tener memoria. En la escuela, él afilaba los lápices de colores con la solemnidad de quien realiza un rito antiguo. Ella, mientras tanto, llenaba hojas de corazones y flores que parecían sonreír, dibujos que después le regalaba durante el recreo. Aquellos papeles, doblados en cuatro y guardados en los bolsillos del pantalón de Fran, se convirtieron en su primer tesoro.
El tiempo, enemigo silencioso, los fue moldeando. Llegaron la adolescencia y sus misterios, el rubor que aparecía con solo cruzar miradas, la confusión de saber que querían algo que aún no sabían nombrar. Se alejaron un poco, como se alejan los planetas que siguen girando en torno a la misma estrella, aunque sus órbitas parezcan divergentes. Cada uno probó suerte con amistades y amores que sabían a ensayo.
Pero los recuerdos tienen una manera caprichosa de persistir, y los hilos invisibles que unían a Eva y Fran nunca se rompieron del todo.
El día que Fran cumplió veintidós años, el aire de la ciudad olía a sal y a café recién molido. Estudiaba Bellas Artes, empeñado en esculpir mármol y tiempo como si en su interior viviera el espíritu obstinado de Miguel Ángel. Esa tarde, agotado tras modelar un torso de yeso, se dejó caer sobre la cama de su dormitorio universitario.
Entonces escuchó un golpe leve en la puerta. No tuvo tiempo de reaccionar. Eva ya estaba allí, con el cabello rizado, suelto, los ojos encendidos por una mezcla de nerviosismo y decisión.
¿Qué haces aquí?, preguntó él, incorporándose.
Ella sonrió con una dulzura que le devolvió, de golpe, todos los recreos perdidos.
Vengo a darte tu regalo - dijo, y dio un paso al frente.
Se acercó sin prisa, con una serenidad que a Fran le resultó casi irreal. Mientras hablaba, comenzó a desabrochar su blusa con la misma calma con la que, de niña, coloreaba las flores que pintaba para él.
El silencio que siguió fue cálido, casi sagrado. Afuera, la tarde se disolvía en tonos anaranjados; adentro, el tiempo parecía suspenderse. No fue solo el cuerpo lo que Eva desnudó aquel día, sino los años de distancia, las cartas no escritas, los gestos que habían quedado en suspenso desde la infancia.
Se abrazaron en un gesto que no fue de deseo apresurado, sino la culminación de un largo viaje: el reencuentro de dos almas que, sin saberlo, habían estado esperándose desde siempre y prometieron no volver a separarse nunca más, con esa certeza de quienes han probado la distancia y ya no quieren volver a perderse.
Pero el mundo, en forma de padres, costumbres y apellidos, tenía otros planes. Los padres de Eva, gente de “buena familia”, no concebían que su hija se entregara a un artista sin nombre ni fortuna. “Una muchacha decente, decía su madre, no se casa con un bohemio desgreñado que pasa los días soñando con pintar otra Capilla Sixtina. Eso no es un futuro, es una fantasía.”
Andrés y Alejandra consideraban que una hija era una inversión a largo plazo y ya habían elegido para ella un muchacho de apellidos ilustres que había estudiado Derecho, una carrera como Dios manda, decía el padre de Eva. Luis era un hombre educado y con un gran porvenir. Eva, sin embargo, lo encontraba insípido, aburrido, circunspecto y rígido, tanto como el nudo de la impecable corbata, a juego con la camisa, que formaba parte de su atuendo.
Cuando supieron que su hija visitaba a escondidas la habitación de Fran, le prohibieron terminantemente volver a verle. Y cuando Eva confesó, con la voz temblorosa pero el corazón firme, que estaba embarazada, la casa entera se vino abajo.
Su madre lloró durante días, su padre no le dirigía la palabra. Eva sintió por primera vez que el amor no siempre basta para resistir el peso del mundo.
Fran, al saberlo, lloró de furia y de impotencia. Quiso llevársela lejos, comenzar de nuevo en cualquier sitio donde el apellido no importara, donde bastara con pintar y amar.
Pese a las súplicas, las lágrimas y los sermones disfrazados de consejos, Eva no cedió. Amaba a Fran con la convicción de quien ha probado la ternura y sabe que no puede volver atrás. Pero para sus padres, el embarazo era una vergüenza que había que borrar antes de que alguien más lo supiera.
Con una serenidad ensayada, su madre le propuso pasar unos días en un spa de lujo. Te vendrá bien para relajarte, hija - le dijo. Allí, con tranquilidad, podrás pensar mejor las cosas. Eva aceptó por cansancio más que por convicción. Quería evitar otro enfrentamiento, y pensó que tal vez, desde la distancia, sus padres recapacitarían.
El chofer la llevó por una carretera estrecha, flanqueada por árboles desnudos. El aire olía a invierno y a despedida. Cuando el coche se detuvo en un cruce solitario, Eva sintió un escalofrío. El hombre le explicó que allí la recogería un minibús del spa, que pasaba a buscar a otros clientes antes de llegar al establecimiento.
Ella asintió y se quedó sola junto a su maleta. El viento cortaba la piel. Aterida de frío y con un leve malestar en el estómago a causa de las náuseas que ya eran parte de su día a día, se abrazó el abrigo con fuerza.
Al cabo de unos minutos, un furgón blanco apareció en la curva. No llevaba ningún logotipo ni nombre pintado, algo que le resultó extraño para un centro tan prestigioso, pero necesitaba entrar en calor.
Dos hombres jóvenes bajaron del vehículo. Vestían con pulcritud, y su sonrisa amable le devolvió la confianza.
¿La señorita Eva Morales? - preguntó uno de ellos, revisando una hoja en una carpeta.
Sí, soy yo.
Perfecto. Suba, por favor. Usted es la primera recogida de la jornada.
El interior del furgón olía a desinfectante y cuero nuevo. Eva se acomodó en el asiento trasero, intentando disimular un temblor que ya no sabía si era de frío o de nervios. Mientras el vehículo avanzaba, el paisaje se fue cerrando: árboles cada vez más altos, caminos de tierra, un silencio espeso que parecía tragarse el ruido del motor.
¿Falta mucho para llegar? - preguntó al cabo de un rato.
 No, señorita - respondió el que iba al volante. Enseguida verá la casa.
Y así fue. De pronto, entre la bruma de la tarde, emergió una silueta imponente: un antiguo caserón de piedra, con ventanas altas y un jardín invadido por la hiedra. Sobre la fachada principal, un cartel ennegrecido por el tiempo anunciaba en letras grandes:
“Casa de Reposo.”
Eva frunció el ceño. ¿Así se llama el spa?  - preguntó, desconcertada.
 Así es  - respondió el acompañante con una sonrisa que no llegó a los ojos. Aquí encontrará todo lo que necesita.
El furgón se detuvo. Uno de los hombres bajó para abrirle la puerta. El aire helado la golpeó en el rostro, y por un momento pensó en dar media vuelta, pero ya era tarde: el furgón partió de nuevo en cuanto cruzó el umbral de la verja.
La puerta del caserón se abrió lentamente, como si la hubieran estado esperando.
Eva comprendió que aquel lugar no era un spa. El aire olía a lejía y silencio. Las paredes, cubiertas de retratos antiguos, parecían observarla. Las enfermeras vestían uniformes inmaculados y sonreían con una cortesía inquietante.
La llamaban “paciente”, le hablaban en tono condescendiente y le pedían que tomara infusiones y pastillas “para el descanso”. Cuando intentó preguntar por el programa de tratamientos o por el resto de los huéspedes, las respuestas fueron vagas:
 Todo a su tiempo, señorita. Lo importante ahora es que descanse.
Esa misma noche comprendió la verdad. Desde una ventana vio a una mujer joven, con la mirada perdida, balanceándose en un banco del jardín, mientras un celador la vigilaba de cerca. Más allá, otra paciente gritaba palabras inconexas, y una enfermera la arrastraba de nuevo hacia el interior.
Eva sintió el corazón encogerse y comprendió que el precio que pagaría por no querer seguir las reglas era el de hacerla desaparecer.
Fingió obediencia. Sonreía, tomaba las medicinas, que después escupía en el pañuelo, y hablaba con calma con el personal. Comprendió que su única posibilidad de sobrevivir era parecer dócil y razonable.
Todos sabían, aunque nadie lo decía en voz alta, que estaba cuerda, que su encierro no era fruto de ninguna disfunción mental sino de la soberbia ciega de unos padres que eran incapaces de ir más allá del qué dirán.
Su comportamiento le procuró un trato relajado: le permitían pasear por el jardín, leer algunos libros viejos de la biblioteca y comer sola, sin la vigilancia constante que sufrían los demás. Pero aun así, siempre había ojos sobre ella. Sabían quién era, sabían por qué estaba allí. Era la interna especial, la que había llegado con recomendaciones de una familia distinguida. Tenían que cuidar que el embarazo llegara a buen puerto. Los padres de Eva acordaron con la dirección del centro que el parto debía ser por cesárea, con Eva anestesiada. Ellos mismos se harían cargo de la criatura.
Mientras tanto, en la ciudad, la mentira se extendía con naturalidad. Quien llamaba a la casa de los Morales: amigos, conocidos, el mismo Fran, recibía siempre la misma respuesta: La señorita Eva disfruta de una temporada en París. Ha decidido tomarse unas vacaciones.
Fran, sin embargo, no encontraba descanso. Al principio pensó que Eva se había alejado unos días para calmar las aguas con su familia. Pero cuando las semanas pasaron empezó a preocuparse.
Fue a la casa, llamó al teléfono, escribió de nuevo. Nada. Siempre la misma explicación, siempre la misma voz serena que le aseguraba que Eva estaba bien.
La situación olía mal. Eva no era de desaparecer así, sin una palabra, sin una señal. Y aunque no podía saberlo todavía, su intuición le decía que algo profundamente extraño estaba ocurriendo.
Fran buscó a Eva por todas partes. Al principio, con la esperanza de quien cree que todo se resolverá en unos días; después, con la obstinación febril de quien presiente una tragedia. Visitó hospitales, estaciones, hostales, incluso el viejo caserón donde los Morales pasaban los veranos, pero nadie sabía nada. Cada intento terminaba igual: una puerta cerrada, una mirada esquiva, una frase amable que sonaba a mentira.
París. Fran odiaba ya ese nombre. Sabía que no era cierto, que algo oscuro se ocultaba detrás de aquella historia tan perfecta. Pero no tenía pruebas. Solo intuiciones, y el peso creciente del silencio.
Los meses se volvieron años. En algún lugar estaban Eva y el hijo o la hija de ambos. Rezaba cuanto sabía para poder conocer su paradero. Con el tiempo perdió la esperanza y ya solo quería saber dónde estaban enterrados.
El arte, que hasta entonces había sido su refugio, se convirtió en una jaula. No podía seguir esculpiendo el cuerpo humano sin pensar en el de Eva, ni modelar un rostro sin ver los ojos que lo habían mirado con amor. Una mañana, sin aviso, dejó la universidad. Se despidió de sus compañeros y desapareció, igual que ella, pero por voluntad propia.
Viajó durante meses, sin rumbo fijo, hasta que un día recaló en una ciudad llena de música, donde encontró algo inesperado: una segunda voz dentro de sí. La música.
Empezó a tocar la guitarra en tabernas, luego en cafés, luego en reuniones privadas donde los clientes pagaban por escuchar versiones improvisadas de boleros o tangos tristes. Formó parte de una banda: músicos errantes que se alquilaban al mejor postor para animar fiestas, banquetes, bodas. Tocaban de todo, porque la necesidad no entiende de estilos, pero entre canción y canción, cuando el ruido se apagaba, Fran siempre volvía a lo mismo: el recuerdo de Eva.
A veces, al final de una noche, cuando el público se había ido y solo quedaban las luces bajas y el olor a vino, Fran se quedaba tocando una melodía que nunca terminaba de aprender. Era una pieza suya, sin título, sin final, una especie de plegaria.
Sus compañeros decían que sonaba a amor perdido pero él sabía que era más que eso. Era la forma que tenía de seguir buscándola.
Porque aunque el tiempo hubiera pasado, aunque el mundo lo empujara hacia otros lugares, Fran no podía creer que Eva hubiera desaparecido para siempre. Sentía, con una certeza que no necesitaba pruebas, que ella seguía en alguna parte.
Y que algún día, cuando el azar lo decidiera, volvería a escuchar su voz.
Fran volvió al país y se instaló en una tierra mágica, llena de verdor y gentes amables que amaban un instrumento curioso: la gaita. No dudó en aprender su manejo y creó su propia banda a la que incorporó una voz femenina.
Fran había aprendido a vivir con su dolor como se aprende a vivir con una cicatriz. No dolía siempre, pero estaba ahí.
Una tarde, la banda recibió una invitación: debían tocar en la fiesta de jubilación del director de un centro de salud. Buena paga, buena cena, y público asegurado. Nadie se negó.
El salón del centro era amplio, con paredes beige y olor a desinfectante. Había guirnaldas de papel y un pequeño escenario improvisado. La música debía sonar mientras los asistentes brindaban y despedían al viejo médico con discursos y aplausos.
Fran hizo sonar su gaita. Las primeras notas se elevaron limpias, agudas, llenando la sala. La melodía se extendió como una corriente invisible que parecía acariciar los rincones más oscuros del lugar.
Entonces abrieron unas puertas laterales, y un grupo de internos fue invitado a presenciar la celebración. Algunos sonreían sin entender del todo lo que pasaba; otros miraban al suelo, ausentes.
Y entre ellos, caminando despacio, estaba ella.
Habían pasado seis años. Tenía el cabello más corto y la tez más pálida, pero la misma mirada.
Fran dejó de respirar. Por un instante creyó que el instrumento se le caería de las manos. Las notas se le mezclaron con las lágrimas y el corazón golpeaba como si quisiera salirse del pecho.
Ella lo vio y su gesto fue mínimo, pero inequívoco: un dedo en los labios, un leve movimiento de cabeza que significaba: silencio
Fran asintió, cerrando los ojos, como hacía siempre que accedía a las peticiones de ella. Siguió tocando, aunque las manos le temblaban. Las melodías se volvieron más lentas, más profundas, como si cada nota fuera un intento de contener el grito.
Cuando el concierto terminó, un enfermero joven, de mirada curiosa, se acercó. Nunca había visto una gaita de cerca - le dijo. Tiene un sonido increíble.
Fran asintió, intentando disimular el temblor de la voz.
 Gracias. Escucha… esa paciente, la del pelo rizado…
El muchacho miró hacia donde estaba Eva, que ahora observaba el suelo en silencio. Dudó un momento, pero luego bajó la voz.
No sé mucho, la verdad. Soy nuevo aquí. Pero he oído cosas. Dicen que no está enferma. Que la trajeron hace años, embarazada, y que después… bueno, que dio a luz un niño. Pero le dijeron que el bebé murió al nacer. Aunque en realidad, por lo que se comenta, fue recogido por los abuelos. Yo… la verdad, no entiendo qué hace aquí. Está cuerda, eso se nota a la legua.
Fran se quedó inmóvil, como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies.
 Seis años de búsqueda, de silencio, de resignación… y todo había estado allí, oculto bajo el nombre de una “Casa de Reposo”.
Miró a Eva otra vez. Ella alzó la vista, y en sus ojos había una súplica muda y un miedo antiguo, pero también una chispa de esperanza.
Fran entendió que aquel gesto de silencio no era rechazo, sino advertencia.
Aquella noche Fran no pudo dormir. Sabía que tenía que hacer algo.
Habló con Lucía, la vocalista del grupo, la única que conocía su historia con Eva. Ella no lo dudó. Le prestaría su ayuda. Había que sacarla de allí.
Durante los días siguientes, ambos prepararon un plan sencillo y discreto. Aprovechando que el grupo había sido invitado a volver al centro para otra presentación, Lucía consiguió ganarse la confianza del enfermero novato.
La tarde del evento, mientras los músicos distraían al público con una pieza especialmente alegre, Fran se escabulló hacia el jardín interior. Eva lo esperaba, pálida, temblorosa, pero decidida.
No hubo sobresaltos, ni carreras, solo pasos rápidos por un pasillo en penumbra, la puerta que Lucía había dejado entornada, y el aire libre golpeando sus rostros.
Por primera vez en seis años, Eva respiró como una mujer libre.
Esa misma noche emprendieron el viaje hacia la ciudad donde vivían los padres de ella. Allí, tras indagar y preguntar durante un tiempo que parecía eterno, supieron que el niño que le habían arrebatado no había muerto. Los abuelos lo mantenían internado en un colegio, bajo otro nombre, lejos de toda sospecha.
Fran y Eva pidieron ayuda a un abogado que había sido amigo del grupo. Con su mediación probaron la manipulación sufrida y lograron que el niño les fuera entregado legalmente.
Tenía cinco años, la mirada curiosa y el pelo rizado, como su madre.
Ese mismo día compraron tres pasajes de avión rumbo a Centroamérica, a un país pequeño y cálido donde nadie los conociera y donde el pasado no pudiera alcanzarlos.
Allí alquilaron una casa blanca junto al mar, y cada tarde, cuando el sol caía, la gaita de Fran volvía a sonar, pero esta vez con notas de esperanza.
 Eva escribía, el niño jugaba en la arena, y la vida, esa que les había sido negada,  comenzaba de nuevo.
Meses después, enviaron a un periódico una carta firmada por ambos. En ella contaban toda la historia: su relación, la traición, el encierro, la mentira y el reencuentro.
El diario la publicó en primera página, junto a una fotografía de los tres: Fran con su gaita, Eva con una flor en el cabello, y el niño riendo entre ellos.
La noticia recorrió el país. En la vieja casa de los Morales, los abuelos leyeron la crónica en silencio. Nadie volvió a verlos salir. Murieron solos, rodeados de sus retratos, presos de su apellido y sus convicciones
Y mientras tanto, al otro lado del océano, el sonido agudo de una gaita se mezclaba con la brisa del mar. Era la misma melodía que había nacido del dolor, pero ahora sonaba distinta: sonaba a vida en libertad.
Tina Villar
 
                     
                                         
                                                                 
                                                                 
                                                                 
                                                 
                                                 
                                                 
                                                 
                                                 
                                                 
                                                 
                                                